El “Bola” Núñez: la historia detrás del pichón de narco que me salvó de una paliza.
La historia de Eduardo “El Bola” Núñez es compleja y diversa. El primer recuerdo de él data de una mañana de 1964, cuando estaba en su primer día de primaria en una escuela pública de Palermo Chico, Buenos Aires. Allí, en medio de un sol calcinante, una maestra intentaba que la soga del mástil corriera, pero una de las roldanas estaba oxidada. Por no lacerarse las manos, pidió en voz alta un pañuelo, entonces, desde la fila de los pibes de tercer grado emergió una mano que sostenía una tela blanca llena de máculas verdosas. La docente, en medio de una risa generalizada, rechazó el ofrecimiento con las siguientes palabras: “Usted, siempre el mismo asqueroso, Núñez.” Las carcajadas se habían convertido en una ovación. Y el tal Núñez, sin disimular su orgullo, saludó a los presentes con los brazos en alto.
Aunque su nombre de pila era Eduardo, ya por entonces todos le decían “El Bola”, un apodo algo xenófobo, dado que aludía a su semejanza física con el estereotipo de los habitantes del altiplano. Una arbitrariedad: por las venas de ese niño achaparrado, moreno y cejijunto corría una mezcla de sangre ibérica y criolla. Pero sobre este punto había un misterio que causaba habladurías: sus dos hermanos menores eran rubios y de piel pálida, al igual que la madre, una mujer muy agraciada y devota, que todos los domingos concurría a misa en la iglesia Santa Elena.
A los 11 años, Eduardo ya era el azote del vecindario. Era un niño travieso y problemático que inversamente proporcional a su apariencia física, llamaba la atención por su comportamiento díscolo. Desde orinar en las macetas de los vecinos hasta disparar con un rifle de aire comprimido a las nalgas de un vigilante, El Bola tenía fama de causar problemas. Pero su mayor travesura fue colocar el respaldo de un asiento en el borde superior de la puerta del aula y para no aburrirse mientras esperaba, hizo estallar una bolsa de petardos en el atrio de la iglesia durante una boda.
Años después, se convirtió en un verdadero cuentapropista del tráfico de porro en pequeña escala. De tanto en tanto, viajaba a la localidad paraguaya de Pedro Juan Caballero –muy famosa por sus plantaciones de marihuana– para adquirir entre tres y cinco kilos del producto a bajo precio. Al ayudado por balseros guaraníes, los introducía al país a través del río Paraná.
Pero se trataba, claro, de un negocio no exento de riesgos. El 17 de septiembre de 1980, El Bola se encontraba recluido en un hotel de mala muerte en Asunción, Paraguay. Poco antes, se tatuó en el antebrazo una estrella de cinco puntas idéntica a la del ERP. Tal detalle no pudo ser menos oportuno: en esa misma tarde, un comando sandinista encabezado por el guerrillero Enrique Gorriarán Merlo acribilló, a pocas cuadras de allí, al ex dictador nicaragüense Anastasio Somoza. Y la capital paraguaya se había convertido en una enorme ratonera.
De modo que el pobre Bola estaba aprisionado en esa circunstancia con el agravante de que en Puerto Stroessner –todavía se llamaba así– los balseros le pedían una suma que él no poseía para cruzarlo al lado argentino. Entonces, llamó por teléfono a un amigo suyo para explicar su situación.
A fines de 1982, El Bola emprendió un viaje a Río de Janeiro junto a un ocasional socio llamado Omar Abichaín. Y no lejos de la playa de Ipanema fue atropellado por un tranvía. Una rueda metálica pasó por encima de su humanidad, y su pierna derecha le quedó colgando de unos tendones al resto del cuerpo.
En definitiva, la vida de Eduardo “El Bola” Núñez fue turbulenta y polifacética. Si bien se hizo conocido como un pequeño traficante de marihuana, también es recordado por su falta de respeto hacia toda figura de autoridad y por su predisposición a ayudar a aquellos que lo necesitaban, incluso arriesgando su propia vida. Su historia es una muestra de cómo una persona puede tener facetas completamente opuestas.
Fuente: Telam